La cena
Se levantaba temprano cada mañana
para él mismo ir al mercado y escoger los mejores productos para su
restaurante. Tenía una serie de platos
fijos en el menú, aquellos que eran fáciles de encontrar los ingredientes
frescos todo el año, pero le gustaba variar la carta
con los productos de temporada, para así agasajar a sus clientes con lo mejor
de su talento culinario. Al menos tenía dos o tres platos distintos a diario.
Esa variedad en el menú con productos de primerísima calidad
le había dado una reputación y varias estrellas en la guía Michelin.
Tenía a su cargo una mini legión de
cocineros y pinches que le ayudaban. Sin embargo, prefería preparar él mismo los platos del día, en donde era más creativo; pero siempre le daba el toque final a todas las
peticiones de los clientes antes de servirlas para darles el visto bueno, y que
su rúbrica estuviera patente en todos sus platos.
Su receta estrella y con la que había alcanzado una gran fama eran las milhojas de bacalao con
crujiente de jamón y pil-pil de cigalas y garbanzos fritos con tempura de
salvia; una delicia que era favorita de reyes, presidentes, estrellas de cine y
deportistas famosos que acudían a su restaurante; aunque su sopa de ahumados
con ostras, los crêpes de marisco al Pernod, o el magret
de pato a la naranja y la brandada de bonito con pistachos no se quedaban
atrás.
Había incorporado al menú hacía poco el ragout de pescado y marisco, y la lubina a la
pimienta verde y rosa, teniendo un gran éxito; pero para ese día tenía codornices rellenas de foie-gras y salsa de trufas, cordero
en chilindrón y la crema de espárragos con bogavante.
Fue un día ajetreado entre los
fogones, pasando calor y estresado con las múltiples peticiones de los
especiales del día que le llegaban a la cocina. Era un no parar, en donde el
almuerzo prácticamente se conectó con la cena.
A pesar de preparar todas esas
delicias de alta cocina estaba deseando llegar a casa para tomar una buena cena
casera. No fue hasta pasada la medianoche cuando por fin llegó a su morada. Se duchó, se puso unos cómodos pantalones de
sudadera y una camiseta, y se dirigió a la cocina para preparar la cena casera.
Abrió el congelador para ver sus opciones: lasaña, pollo agridulce, palitos de
pescado, fettuccine Alfredo, pastel de carne, o albóndigas suecas. Se decidió
por el pollo agridulce. Cogió el paquete, lo abrió, pinchó la lámina de plástico y lo metió en el microondas por el
tiempo estimado en la caja. Luego con su bandeja y la comida pre-preparada y
una cerveza, se sentó delante del televisor para tener su relajante cena
casera.
© C. R. Worth
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