El visitante nocturno
Como cada día, a la media noche,
estaba acechando en la oscuridad tras los ventanales de las viviendas. Vigilaba
los dormitorios, y observaba a sus posibles víctimas. Prefería los niños, era
mucho más fácil entrar en sus mentes y alimentarse de sus miedos. Al ser
incorpóreo podía vivir con impunidad, nadie lo detectaba, nadie sabía ni que
existía.
Tenía que encontrar su presa
perfecta, de diez o doce años. Si era una niña, una habitación pintada de rosa
con unicornios, arcoíris, flores y ositos de peluches la hacía perfecta; y si era un chico, con naves espaciales,
astronautas, planetas y estrellas que brillan en la oscuridad en sus techos
eran los mejores candidatos. Críos así, eran niños soñadores, felices, de los que se dormían ideando un mundo
idílico y lleno de imaginación; y eso los hacía más vulnerables ante una
pesadilla, el cambio era más brusco, el sufrimiento mayor, y para el ente era
un festín alimentarse del horror que les producía.
Entraba en sus cabezas y se
manifestaba en sus sueños, era peor que el monstruo que se esconde en el
armario o debajo de la cama. No tenía rostro, era una sombra. A veces
mostraba fauces, otras, garras frías como el hielo o unos ojos hinchados de
sangre que los acechaba desde la oscuridad. Se divertía haciéndoles sentir su
respiración detrás de las orejas y verlos correr por largos estrechos pasillos,
o en bosques llenos de ramas con las que forcejeaban para escapar. Gozaba
cuando los hacía sentir ignorados, gritando en medio de una multitud sin que
nadie los escuchara. Era el maestro de las pesadillas, el escenógrafo del
horror…
Miró por un gran ventanal y encontró su presa perfecta, un niño de unos diez años de edad y
lacios cabellos negros. Dormía plácidamente, su habitación estaba decorada con
un gran mural del oeste americano, con vaqueros e indios al trote. Su edredón
tenía un caballo bronco encabritado con un jinete intentando dominarlo. Botas
texanas y un sombrero en el suelo, un fuerte con figuritas del séptimo de
caballería estaban esparcidas por el piso, y una alfombra de piel de vaca
acogían sus zapatillas tipo mocasín de indio. Unas pistolas de brillante
plástico plateado y una chapa de sheriff colgaban de la percha, numerosos
artefactos indios estaban repartidos por la habitación, y una vieja cabeza de
caballo de peluche atada a un palo descansaba en un rincón.
Era un soñador, sin duda, y en vez de atrapar vacas con su lazo lo
atraparía a él. Indios le arrancarían la cabellera y una estampida lo
pisotearía… se divertía planeando su pesadilla.
Se deslizó entre las rendijas de la ventana, pero algo inesperado ocurrió.
De pronto se sintió absorbido por una telaraña alrededor de un círculo que
colgaba de la ventana, del que tendían unas plumas y cuentas de colores. Se
sentía como una mosca en la red de una araña esperando para ser devorado.
Luchaba denodadamente para liberarse, pero cuanto más intentaba escapar, más enredado se sentía. Él era incorpóreo, ¿qué magia extraña
estaba funcionando para mantenerlo atrapado? El cazador se había convertido en víctima y estaba viviendo una pesadilla, la
peor pesadilla que pudiera imaginar en la que él no estaba en control de la
situación. Estaba horrorizado en pensar que pudiera ser visible y alguien
descubriera por fin de donde vienen las pesadillas. Luchó y luchó toda la noche, gritó, gimió, aulló, lloró y nadie venía en su ayuda. La desesperación
se hizo más patente cuando se acercó el alba, el tiempo en que él se retiraba
en las profundidades de la tierra, en las recónditas cavernas y las cloacas
para esperar el anochecer. ¿Y si por algún mágico motivo alguien pudiera verlo?
Angustia, zozobra, desesperanza, pavor y pánico se apoderaron de él.
Timmy se despertó al alba, se frotó los ojos y
miró hacia la ventana. Una masa gris estaba enredada en el «atrapasueños»
Ojibwa que le regaló su abuela. Vio los ojos brillantes hinchados de horror, y
cuando los rayos de sol inundaron el amuleto indio observó cómo la piedra
turquesa central empezó a absorber el ente y cómo se quemaba con la luz del
sol.
Sonrió, el atrapasueños una vez más, había funcionado.
© C. R. Worth
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