La escrupulosa
Desde pequeñita había sido extremadamente escrupulosa, la
típica persona que le daba fatiga cualquier cosa. En su adolescencia fue
incapaz de irse de botellona, porque eso de compartir un litro de cerveza en la
botella con todo el mundo le producía unas arqueadas tremendas, y sería capaz
de echar hasta las primeras papillas. Pero no era solo beber de un mismo
recipiente, eran olores, o incluso algo visual que le pareciera asqueroso.
Ver a alguien vomitar le levantaba el estómago hasta tal punto de ponerse a arrojar vómito al alimón también. Los objetos personales se cuidaba
mucho que nadie se le ocurriera usarlos, ni un peine, corta uñas, cepillo para el pelo, esponja de baño, o incluso
auriculares para las orejas, y ni que decir tiene del cepillo de dientes. Si
alguien usaba su peine, lo desinfectaba y, si una amiga se le ocurría usar su
barra de labios, iba inmediatamente a la basura.
Si así fue en vida, tras la muerte y salirle colmillos
inmensos tampoco cambió. Tener que alimentarse de sangre, lo
cual le daba bastante asco, fue duro para ella, pero tuvo que adaptarse, ya que
se convirtió en un asunto de vida o muerte.
El tener que morderle a alguien en el cuello para alimentarse
le daba bastante repulsión, así que muy previsora ella solía llevar toallitas
húmedas empapadas en alcohol –como las que usan los diabéticos antes de
inyectarse– para desinfectar el pescuezo de su víctima.
Con el temporal de nieves que había en su ciudad, la gente no salía a la calle, por lo que
habían pasado varios días sin nada que echarse a la boca, literalmente. Como
cazadora nocturna que era, siempre aprovechaba la vida noctámbula de los
jóvenes para alimentarse; callejones oscuros y algún que otro despistado solían
ser sus víctimas, pero con el mal tiempo los locales nocturnos estaban cerrados
y la gente no salía de sus casas.
Las tripas le sonaban cada vez más fuerte, y estaba desesperadamente hambrienta. Deambulaba
por la ciudad buscando «la cena», y tenía tanta hambre que no haría
miramientos a su presa. Siempre prefería muchachos jóvenes, saludables,
preferiblemente no fumadores, y por qué no, hasta atractivos. Pero hoy
¡sería capaz hasta de comerse a una vieja que oliera a gatos!
En la zona comercial
de la ciudad –que normalmente no tenía muchos transeúntes de noche– vio
arropado entre cartones, dentro del cajero de una sucursal bancaria, a un
mendigo zarrapastroso. Morder a alguien así le daba mucho asco, pero estaba
desesperada y llevaba ya muchos días sin comer. «Este va a necesitar tres o cuatro toallitas de alcohol, por lo menos», se dijo a si misma… Pero ¡oh, no! ¡No podía encontrar su
desinfectante! El abrigo tenía un agujero en el bolsillo y seguramente los habría perdido.
¿Qué hacer? ¿Pasar
hambre o armarse de valor y morder al sintecho? Le repugnaba la idea, pero
estaba famélica e hizo de tripas corazón
para morderlo.
Entró en el recinto y el olor inmundo le tiró para atrás, pero se armó de valor e hincó los afilados
colmillos en el cuello del indigente. El sabor acre, el olor a zorruno y la
costra del pescuezo la sumieron en arcadas compulsivas, no podía para de
vomitar de asco. Echó toda la bilis que tenía en el vacío estómago, y su propio vómito le producía aun más fatiga.
Cuando ya no le
quedaba nada más que vomitar, arrojó por la boca el mismísimo estómago, después las tripas, el hígado, y el páncreas. Espasmo
tras espasmo fue vomitando todos los órganos sin control porque cada vez sentía
más repulsión y las arcadas eran más virulentas. Vesícula, riñones, pulmones, y
por último el corazón.
No fue el ajo, ni la
estaca, ni la cruz, ni los rayos solares lo que la mató, sino sus propios escrúpulos.
© C.R. Worth
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