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Wednesday, February 24, 2016

El lector



El lector

Andaba taciturno,  siempre con la cabeza baja mirando sus propios pasos. De vez en cuando levantaba la cabeza y miraba fijamente a alguien con quien se cruzaba frunciendo el ceño, y se volvía siguiéndolos con la mirada hasta que desaparecían; en ocasiones hasta sacudía la cabeza tras volver su mirada al suelo. Evitaba mirar a los ojos a las personas, y rara vez lo veías sonreír; aunque a veces, cuando iba en el autobús, lo veías alternar la mirada a una y otra persona divertido. 

Era hombre de pocas palabras, tan pocas que algunos pensaban que era mudo, o por su costumbre de evitar el contacto visual, autista. Cuando le podías arrancar palabras, solían ser monosílabos, si, no o se encogía de hombros con palabras tan elaboradas como puede o quizás. Sus padres ya habían tirado la toalla, no habia ningún problema médico en ese muchacho y tras gastar una fortuna en psicólogos y psiquiatras para saber qué pasaba con la la mente de ese joven, decidieron que simplemente era rarito. 

Era un inadaptado socialmente, sin embargo tenía una vida muy activa en las redes sociales. Era brillante, divertido, y podía mirar a todo el mundo –fotos– y conversar con ellos sin problema, se sentía a salvo; pero sobre todo ante un ordenador se sentía normal. No podía ejercer su don, y era una bendición tener solamente su propia voz. 

Cuando estaba con otros podía leer sus mentes, hurgar en sus recuerdos, saber la verdadera naturaleza de esas personas. No había secretos para él, lo sabía todo, y como con una mirada era juzgado por los demás. Conocía los más bajos deseos del ser humano, la maldad, la envidia, y sobre todo la falsedad. Le atraían las almas puras, personas que eran todo amor, y bondad; pero a la vez siempre tenía miedo de lo que pudieran pensar de él. Buscaba alguien que no lo rechazara, ya que en las pocas ocasiones en las que creía haber conectado con alguien lo suficientemente bondadoso para poder entenderlo, en el momento que les decía que podía leer sus mentes, eran incrédulos, lo tomaban por loco. Pero cuando les demostraba su talento especial, huían aterrados. La poca gente que sabía lo que podía hacer lo evitaba; a nadie le gusta que urjan en sus mentes, sentir violada su privacidad y sentirse vulnerable.

Su don era su maldición.


© C. R. Worth

Friday, February 19, 2016

Los invasores





Los invasores

Tenía un coqueto apartamento cerca del mar, no a primera línea de playa pero si a unos quince minutos en coche, lo que le permitía dar largas caminatas en la orilla cada vez que quería despejarse la cabeza. No era persona de playa que necesitara recargarse al sol como un lagarto, ni de aquellas que le gustaba tostarse como un churrasco; simplemente le gustaba ir temprano cuando no había nadie, sentarse a la orilla del mar, sentir la brisa fresca y ordenar sus pensamientos. 

Solía cartearse con uno de sus primos con el que había estado muy unida en su infancia, ya que eran prácticamente vecinos y habían crecido juntos, pero que en la actualidad vivía muy lejos, en el interior del país. Se veían muy poco, y ella siempre le decía que cuando pasaran por su ciudad que no olvidara hacerle una visita. 

Una tarde de abril recibió una llamada de su primo Carlos, en que le decía estaban en la ciudad, y no podían encontrar hotel, y que si podían quedarse en su casa. Sin dudarlo ella le dijo que sí, pues hacía un siglo que no veía a su queridísimo pariente. Tenía una habitación de invitados, un futón en el estudio y claro, el sofá del salón. Luego no había problema en acomodarlos. 

Cuando aparecieron por la puerta no solo estaba el matrimonio con los dos niños, sino encima con tres caniches, aduciendo Carlos que no los podía dejar solos en casa para las vacaciones y que no encontraban un hotel que le permitiera los perros.
̶ No te importa, ¿verdad?
Le cogió por sorpresa y por educación les dijo, que no, claro…

Ella pensó que solo era por un corto espacio de tiempo, y que por el gran cariño que le tenía a su primo, no le importaba incomodarse por unos días. Pero no fueron un par de días como ella pensaba, sino que parecía que estaban allí «tan a gusto» a piñón fijo. 

Primero fue la sensación de sentirse sin privacidad, el matrimonio tomó el cuarto de invitados, y los dos niños, como se llevaban a matar no dormían juntos en el futón, sino uno en el estudio y el otro en el sofá del salón, luego quitando su dormitorio toda la casa estaba invadida por ellos. El colmo fue cuando estaba duchándose y se le metió la mujer del primo en el baño para hacer sus necesidades ¡porque el otro estaba ocupado! –«no te importa ¿verdad?»– le dijo; y mientras ella, aguantado las arqueadas en la ducha, tuvo que soportar la flatulencia trompetera interminable a modo de pedorreta, acompañada del aroma que no era precisamente a rosas. 

Después eran los dichosos perros, Piki, Miki y Fifi que se cagaban y meaban por todas partes; Miki, el macho, levantando la patita en sus muebles, y Piki y Fifi, las hembras, en la moqueta. Carlos se empeñaba a decir que con el «spray» mata-olores no había problema, que no se quedaba impregnado en la moqueta, pero su casa cada vez olía mas como un urinario público; amén de las cacas blandas que ¡se quedaban impregnadas en la moqueta por más que las limpiaran!

Niños peleándose todo el día, perros ladrando, y para colmo, la pérdida del control remoto de la tele con el «estamos siguiendo esta serie y no queremos perdernos un capitulo, ¿No te importa, verdad?»; más ¡el futbol, el programa de cotilleo que le gustaba a ella, y el maldito Bob Esponja! Porque Catalina, como vivía sola, solo tenía un televisor.

Le vaciaron la despensa, se comían las sobras que ella guardaba para el almuerzo del día siguiente; sus yogures de su dieta que los compraba específicamente para ella, ya no estaban cuando iba a comerse uno, ni la fruta. Compraba ingredientes con la idea de preparar algo, y cuando llegaba a casa lo habían usado para cocinarse algo ellos, y no le dejaban ni un grano arroz par ella. Y como eso, un millón de cosas, como tener que soportar a los dos fumando en la casa como carreteros y que todo oliera a tabaco, sin ella fumar.

Estaba de sus parientes hasta el moño. Iban a estar por dos o tres días, pero se quedaron por un mes, ya que como había estado lloviendo sin parar, decían que no habían podido disfrutar de la playa; y como él tenía su propio negocio (que en su ausencia estaba regentado por sus empleados), no tenían prisa en irse hasta que tuvieran las condiciones del tiempo que querían… ¡Y estaban tan a gusto con su prima!

Cuando por fin se largaron, tuvo que cambiar los muebles, la moqueta, obtuvo un nuevo número de teléfono, de correo electrónico, borró sus cuentas de Twitter y Facebook, y les dijo que había ingresado en un monasterio budista en el Himalaya, para evitar otra visita de parientes gorrones.


© C. R. Worth

Thursday, February 18, 2016

La cena





La cena

Se levantaba temprano cada mañana para él mismo ir al mercado y escoger los mejores productos para su restaurante.  Tenía una serie de platos fijos en el menú, aquellos que eran fáciles de encontrar los ingredientes frescos todo el año, pero le gustaba variar la carta con los productos de temporada, para así agasajar a sus clientes con lo mejor de su talento culinario. Al menos tenía dos o tres platos distintos a diario. Esa variedad en el menú con productos de primerísima calidad le había dado una reputación y varias estrellas en la guía Michelin. 

Tenía a su cargo una mini legión de cocineros y pinches que le ayudaban. Sin embargo, prefería preparar él mismo los platos del día, en donde era más creativo;  pero siempre le daba el toque final a todas las peticiones de los clientes antes de servirlas para darles el visto bueno, y que su rúbrica estuviera patente en todos sus platos.  

Su receta estrella y con la que había alcanzado una gran fama eran las milhojas de bacalao con crujiente de jamón y pil-pil de cigalas y garbanzos fritos con tempura de salvia; una delicia que era favorita de reyes, presidentes, estrellas de cine y deportistas famosos que acudían a su restaurante; aunque su sopa de ahumados con ostras, los crêpes de marisco al Pernod, o el magret de pato a la naranja y la brandada de bonito con pistachos no se quedaban atrás. 

Había incorporado al menú hacía poco el ragout de pescado y marisco, y la lubina a la pimienta verde y rosa, teniendo un gran éxito; pero para ese día tenía codornices rellenas de foie-gras y salsa de trufas, cordero en chilindrón y la crema de espárragos con bogavante.

Fue un día ajetreado entre los fogones, pasando calor y estresado con las múltiples peticiones de los especiales del día que le llegaban a la cocina. Era un no parar, en donde el almuerzo prácticamente se conectó con la cena. 

A pesar de preparar todas esas delicias de alta cocina estaba deseando llegar a casa para tomar una buena cena casera. No fue hasta pasada la medianoche cuando por fin llegó a su morada. Se duchó, se puso unos cómodos pantalones de sudadera y una camiseta, y se dirigió a la cocina para preparar la cena casera. Abrió el congelador para ver sus opciones: lasaña, pollo agridulce, palitos de pescado, fettuccine Alfredo, pastel de carne, o albóndigas suecas. Se decidió por el pollo agridulce. Cogió el paquete, lo abrió, pinchó la lámina de plástico y lo metió en el microondas por el tiempo estimado en la caja. Luego con su bandeja y la comida pre-preparada y una cerveza, se sentó delante del televisor para tener su relajante cena casera.


© C. R. Worth

Wednesday, February 10, 2016

El visitante nocturno





El visitante nocturno

Como cada día, a la media noche, estaba acechando en la oscuridad tras los ventanales de las viviendas. Vigilaba los dormitorios, y observaba a sus posibles víctimas. Prefería los niños, era mucho más fácil entrar en sus mentes y alimentarse de sus miedos. Al ser incorpóreo podía vivir con impunidad, nadie lo detectaba, nadie sabía ni que existía. 

Tenía que encontrar su presa perfecta, de diez o doce años. Si era una niña, una habitación pintada de rosa con unicornios, arcoíris, flores y ositos de peluches la hacía perfecta; y si era un chico, con naves espaciales, astronautas, planetas y estrellas que brillan en la oscuridad en sus techos eran los mejores candidatos. Críos así, eran niños soñadores, felices, de los que se dormían ideando un mundo idílico y lleno de imaginación; y eso los hacía más vulnerables ante una pesadilla, el cambio era más brusco, el sufrimiento mayor, y para el ente era un festín alimentarse del horror que les producía.  

Entraba en sus cabezas y se manifestaba en sus sueños, era peor que el monstruo que se esconde en el armario o debajo de la cama. No tenía rostro, era una sombra. A veces mostraba fauces, otras, garras frías como el hielo o unos ojos hinchados de sangre que los acechaba desde la oscuridad. Se divertía haciéndoles sentir su respiración detrás de las orejas y verlos correr por largos estrechos pasillos, o en bosques llenos de ramas con las que forcejeaban para escapar. Gozaba cuando los hacía sentir ignorados, gritando en medio de una multitud sin que nadie los escuchara. Era el maestro de las pesadillas, el escenógrafo del horror… 

Miró por un gran ventanal y encontró su presa perfecta, un niño de unos diez años de edad y lacios cabellos negros. Dormía plácidamente, su habitación estaba decorada con un gran mural del oeste americano, con vaqueros e indios al trote. Su edredón tenía un caballo bronco encabritado con un jinete intentando dominarlo. Botas texanas y un sombrero en el suelo, un fuerte con figuritas del séptimo de caballería estaban esparcidas por el piso, y una alfombra de piel de vaca acogían sus zapatillas tipo mocasín de indio. Unas pistolas de brillante plástico plateado y una chapa de sheriff colgaban de la percha, numerosos artefactos indios estaban repartidos por la habitación, y una vieja cabeza de caballo de peluche atada a un palo descansaba en un rincón. 

Era un soñador, sin duda, y en vez de atrapar vacas con su lazo lo atraparía a él. Indios le arrancarían la cabellera y una estampida lo pisotearía… se divertía planeando su pesadilla. 

Se deslizó entre las rendijas de la ventana, pero algo inesperado ocurrió. De pronto se sintió absorbido por una telaraña alrededor de un círculo que colgaba de la ventana, del que tendían unas plumas y cuentas de colores. Se sentía como una mosca en la red de una araña esperando para ser devorado. Luchaba denodadamente para liberarse, pero cuanto más intentaba escapar, más enredado se sentía. Él era incorpóreo, ¿qué magia extraña estaba funcionando para mantenerlo atrapado? El cazador se había convertido en víctima y estaba viviendo una pesadilla, la peor pesadilla que pudiera imaginar en la que él no estaba en control de la situación. Estaba horrorizado en pensar que pudiera ser visible y alguien descubriera por fin de donde vienen las pesadillas. Luchó y luchó toda la noche, gritó, gimió, aulló, lloró y nadie venía en su ayuda. La desesperación se hizo más patente cuando se acercó el alba, el tiempo en que él se retiraba en las profundidades de la tierra, en las recónditas cavernas y las cloacas para esperar el anochecer. ¿Y si por algún mágico motivo alguien pudiera verlo? Angustia, zozobra, desesperanza, pavor y pánico se apoderaron de él. 

Timmy se despertó al alba, se frotó los ojos y miró hacia la ventana. Una masa gris estaba enredada en el «atrapasueños» Ojibwa que le regaló su abuela. Vio los ojos brillantes hinchados de horror, y cuando los rayos de sol inundaron el amuleto indio observó cómo la piedra turquesa central empezó a absorber el ente y cómo se quemaba con la luz del sol. 

Sonrió, el atrapasueños una vez más, había funcionado.


© C. R. Worth