La burbuja
Érase una vez que se era un reino en el que
todo era posible, se llamaba Vida. En ese reino, en una familia acomodada,
entre algodones y cucharas de plata nació una niña llamada Gabriela. Gabi, como
era llamada cariñosamente, se crió en los mejores colegios, el chofer
la traía y llevaba, la cocinera preparaba la comida y su criada recogía todo lo
que dejaba regado por el suelo. No le faltó de nada y sus padres le pagaban
todos los caprichos. Nunca tuvo que esforzarse por nada porque todo se lo
dieron hecho.
Como niña bien, hizo
un casamiento acorde con su estatus, con un acaudalado abogado miembro de una
familia con muchos apellidos encadenados, una de esas estirpes que es necesario
tomar un vaso de agua tras enunciar todos los nombres y apellidos.
Una casa grande y
preciosa, un par de críos, cruceros, safaris... La vida tenía color de rosa, como en la canción de Edith Piaf.
Entonces ocurrió lo
impensable, el negocio de papá se fue al garete y en desesperación por sus
deudas acumuladas, su progenitor se voló los sesos con su escopeta de caza; mamá perdió la cabeza tras el suicidio y al poco
tiempo también se le fue para el otro barrio.
Su matrimonio que tenía la pantalla
exterior de ser la pareja ideal, en el fondo no iba bien y ella sospechaba de
todas las infidelidades, pero mientras la tarjeta platino circulara en un río
de oro, hacía la vista gorda por el «qué dirán», no quería ni pensar lo que sus
amigas del club de campo pudieran decir si se le pasara por la cabeza plantearse
un divorcio, sabía que le echarían la culpa a ella, fuera ella el problema o
no.
Al final fue él quien pidió el
divorcio, la familia de Gabriela estaba estigmatizada por la pérdida de capital
y el suicidio, y Ricardo ansiaba la libertad de poder saltar de cama en cama
sin compromisos ni tapujos.
Como buen abogado que era, uso todas
las triquiñuelas posibles para dejarla con una mano delante y otra atrás,
conseguir la custodia de los niños y quedarse con casi todo.
Así Gabriela, huérfana, abandonada, y
sin un duro tuvo un brutal encuentro con la realidad. Nunca había trabajado en
su vida, no terminó la carrera y se vio sin oficio ni beneficio. Consiguió un
empleo mal pagado trabajando de sol a sol. Supo lo que era pasar hambre, no
llegar a fin de mes, tener que ahorrar por tres meses para comprarse unos
zapatos de saldo, estar adeudada y no dormir por las preocupaciones.
La burbuja del mundo irreal en el que
vivía explotó y supo porqué el reino en el que vivía se llamaba Vida.
© C.R. Worth
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