Galatea
Recuerdo cuando por primera vez sus manos me rozaron, estaba
en su estudio, y suavemente fue palpando todos mis contornos. Cerraba sus ojos
y con esa dócil caricia podía vislumbrar mi verdadero yo, mi alma escondida.
Tenía en su mente la mujer que quería que
fuera, y que sin él saberlo era como yo siempre había sido, escondida en los múltiples niveles de ropajes que me
envolvían.
Era apasionado, y primero comenzó a desnudarme con fuerza
viril, con arrebato, arrancando a grandes trozos mis vestiduras, hasta que poco
a poco se entreveían mis formas, mis curvas sensuales que él tanto deseaba acariciar en mi total desnudez.
Mis ojos estaban velados, y todavía no podía ver con
claridad, pero la tensión de sus músculos desnudos, brillando con la capa de
sudor, me hacía desearlo más. Su respiración era entrecortada por el
esfuerzo y podía sentir su aliento jadeante cerca de mí, excitado por la
anticipación de verme desnuda.
Ya quedaba menos para alcanzar su objetivo, y fue cuando se
volvió más delicado, despojándome poco a poco de cada veladura. Antes de
dedicarse de pleno a mi cuerpo, quiso ver mi rostro sin tapujos, y con ternura
removió aquello que ocultaba mis facciones; y luego con dulzura aplicó el «exfoliador» con arena de mar para que mi fisonomía
alcanzara todo su esplendor de brillo marmóreo. Por fin pude verlo, y sus
hermosos ojos azules se clavaron en mis pupilas. Fue un momento eterno en el
que mirándonos a los ojos nos dijimos todo lo que un hombre y una mujer desde
el principio del mundo han sentido y deseado el uno del otro, con un amor que
va más allá del tiempo y las convicciones.
Luego trabajó mi cuerpo como un amante febril,
puliendo con sus manos cada uno de mis contornos y recovecos; mis pechos se
erizaron, mis glúteos firmes ansiaban sus manos, y mi pubis guardaba una
promesa.
Había terminado, y admiró su obra satisfecho. Entonces fue cuando deseé salir del mármol y amarlo como mujer.
© C. R. Worth