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Thursday, March 31, 2016

Las ánimas benditas




Las ánimas benditas

Era temporada de vendimia, y prácticamente todos los habitantes del pueblo se dedicaba a esta faena agraria, en especial los más jóvenes.  Clotilde con su prima y amigas se habían apuntado con el patrón para trabajar en el campo y así sacarse unas pesetas extras. Querían ir a la capital y comprarse un vestido como el que le habían visto lucir en el NoDo a Sara Montiel, así que estaban ahorrando y con este trabajo extra, aparte de lavar y planchar ropa, alcanzarían su meta económica para el viaje y el vestido.

Clotilde vivía con sus abuelos, y como ya estaban un poco chochos, no se fiaba de ellos para que las despertaran a tiempo. Su prima Juana y sus amigas Petra y Nicolasa se quedaron en casa para ir todas juntas al trabajo a la mañana siguiente, pues la vendimia empezaba al alba.
Las cuatro se quedaron a dormir, juntas, en un camastro de una habitación que solía estar vacía y en la que acostumbraba dormir su tío Salustiano cuando venía de viaje. Era una cama amplia de metal de bronce con colchón de miraguano, almohadas de lana y sábanas de blanco lino, con colcha de crochet.
Como no tenían despertador y no se fiaban de los abuelos, una de las jóvenes propuso que les rezaran a las ánimas benditas del Purgatorio para despertarlas, ya que su abuela siempre lo hacía y decía que eran fieles y nunca fallaban. Las cuatro adolescentes se arrodillaron en sus camisones de dormir, y entre risitas le pidieron a las almas en pena que las despertaran para no llegar tarde al trabajo. Las cinco de la madrugada fue la hora escogida, para tener tiempo de asearse, desayunar, y andar hasta la viña de Don Anselmo.

A la hora elegida sintieron una brisa gélida en sus caras que hizo que un par de ellas se despertase, pero la ventana y la puerta estaban cerradas. Tras la fría experiencia escucharon gritos de horror, llanto, y quejas como si alguien estuviese torturado, quemado o ante un dolor inhumano; eso hizo que las cuatro se despertaran y espabilaran totalmente. Súbitamente, la cama empezó a sacudirse, parecía como si hubiese un terremoto dentro de la habitación, pero era el único mueble que se movía virulentamente. Las jóvenes que ya gritaban a la par, en medio de la oscuridad, empezaron a sentir como unas manos invisibles jalaban de la colcha para destaparlas. Clotilde se armó de valor y agarró el cobertor que ya estaba a sus pies, las cuatro se taparon y metieron bajo las cobijas agarrándolas fuertemente.
Las jóvenes entre llantos y gritos pedían a las ánimas que se marcharan, estaban paralizadas ante tan horrible experiencia. Ninguna se quiso levantar hasta que la luz del día inundó la habitación y pudieron comprobar que no había nadie, ni nada allí. 

Llegaron tarde al trabajo, y casi lo perdieron por la falta de responsabilidad de estar a tiempo el primer día, pero sobre todo, aprendieron una valiosa lección. El sentido de encomendarse a las ánimas es para velar por tu alma si falleces durante la noche, y seguramente esta trivialización de su noble fin usándolas como un vulgar despertador, quizá las enfadaran. Nunca más volvieron a rezarles para ese propósito, solo para pedirles perdón.


© C. R. Worth

Wednesday, March 30, 2016

La sangre hirviendo





La sangre hirviendo

Su ordenador se había quedado sin alimentación, ya que el transformador que usaba para cargarse de la red eléctrica había dejado de funcionar. Como ambos tenían la misma marca de ordenadores, el cargador era el mismo y servían para ambas computadoras. Él le dijo, «no te preocupes, no gastes dinero ahora en comprar otro, los dos podemos usar el mío».
Así había pasado un mes más o menos, pero ella veía como algunas veces él estaba irritable porque ella estaba abasteciendo eléctricamente su ordenador, a lo que ella dejaba de cargarlo para que él enchufara el suyo.
Habían tenido una tarde maravillosa, un picnic para aprovechar el comienzo de la primavera en uno de esos días calurosos que casi avecinan el verano. Ella llevó su portátil para poder escuchar música mientras disfrutaban del vino, el queso y la fruta sentados sobre el cuadriculado mantel. 
Cuando llegaron a casa, ella sabía que su ordenador estaba a punto de «morir», así que lo primero que hizo fue enchufarlo para recargarlo. Era tarde, y estaban cansados, él se puso a mirar su programa favorito en la televisión (en el que ella tenía cero interés), así que se puso en su ordenador a mirar su correo, las notificaciones de Facebook etc, mientras escuchaba música. De pronto su pareja empezó a hablarle, por lo que ella se quitó los auriculares para oír lo que le decía.
En un tono bastante desagradable él empezó a preguntarle repetitivamente «donde venden cargadores»; sorprendida ella le dijo que si necesitaba cargar su ordenador el suyo ya tenía la batería casi llena y él podía usarlo ahora, pero lo único que hacía era repetir la pregunta y decir que le iba a comprar uno. 
Allí fue el primer momento en el que le empezó a hervir la sangre, ya que hay muchas maneras de decir las cosas. En otro tono le podría haber dicho: «creo que vamos a necesitar dos cargadores, a primero de mes voy a comprar otro, ¿sabes tú donde los venden?», en vez de estar con cara de acelga y, seca y cortantemente, preguntar insistiendo: «¿donde venden cargadores?, ¿donde venden cargadores?».  Desenchufó el ordenador y se acostó cabreada, ya que habían discutido. Él no quería admitir que esas no eran maneras, y que si estaba irritado por cualquier cosa, no tenía que haber descargado su enfado en ella.

A la mañana siguiente se despertó «calentita», no se le había pasado el malestar con él, porque estas cosas son acumulativas, en especial cuando él es una persona que jamás admite que estuviera equivocado, actuara mal, o pidiera disculpas. Decidió quitarse de en medio, no quería estar en su presencia, ni verle la cara;  y se fue a hacer unas compras que tenía pendientes, además de averiguar precios de cargadores. Estaba dispuesta a comprarlo ella misma y no esperar, no quería darle gusto al otro de adquirirle el dichoso cargador y encima tener que estar agradecida.
Averiguó los precios, pero le parecieron un poco caros, así que fue para casa para ver si los podía encontrar online más barato.
Como se había llevado el ordenador con ella para ver si la clavija entraba en el orificio de alimentación, tenía que ponerlo otra vez a cargar. Él entró en la habitación y vio que estaba usando «su» cargador, por lo que pareció que le volvió a molestar.
Dos veces seguidas lo vio con cara de pocos amigos por ella recargar el ordenador. Fue el colmo,  ya que encima, su pareja en plan «hacerse el bueno y el mártir«, va y le dice «tú te puedes quedar con ese cargador, la niña y yo podemos usar el de ella, que es también el mismo».
No lo podía creer, y ¡ahora sí que le hervía la sangre! Salió de la casa sin decir palabra y fue a comprar el dichoso aparato aunque le costara un ojo de la cara. No podía dejar de pensar en los acontecimientos encadenados de la noche anterior y el de hoy; sabía que él había notado lo molesta que ella estaba y seguro que sabía que su actitud no fue correcta, pero jamás lo admitiría…
Y todo había empezado por un maldito cargador, cuando si su ordenador necesitaba recargarse, era porque ELLA lo había llevado para tener con él una tarde romántica con música de fondo. Y encima ¡con lo que le gustaba a él musicalmente, no a ella!

Estaba tan envuelta en estos pensamientos, hirviéndole la sangre, que solo visualizaba como un disco rayado en su mente, las escenas seguidas de las discusiones, y su cara de pocos amigos. No vio el stop de la carretera, y un camión arrolló su coche dejándolo como un papel arrugado.

Finalmente, ante su ataúd, él le pidió disculpas.


© C. R. Worth

Thursday, March 24, 2016

Expectativas




Expectativas

Tenía al igual que su esposa veintinueve años, y acababan de tener su primer retoño. La enfermera la puso en los brazos de su padre y le dijo, es una niña. Manuel le acarició la cabecita, besó su frente y mirándola con ternura imaginó su vida futura. 

Su cuarto ya estaba decorado para recibirla, se figuró las noches sin dormir, las preocupaciones con las enfermedades, los primeros pasos, el primer día de colegio, los dibujos sujetados con imanes en el refrigerador; seguramente sacaría el talento artístico de su madre, y su aptitud para las matemáticas, él, el genio precoz en ingeniería que lo puso a la cabeza de una empresa automovilística antes de los veinticinco años. Sin duda tendría una colección de premios y logros académicos como sus progenitores.   

Imaginó las peleas de la adolescencia en la que él y su esposa, de ser adorados unos años atrás, pasarían ante los ojos de su hija a no saber absolutamente nada. Los novios le quitarían el sueño, y se imaginaba a sí mismo como un halcón protegiendo a su polluelo. La universidad, los primeros trabajos, la plaza asegurada. Se independizaría y le rompería el corazón verla dejar el nido; pero sabía que tenía que aprender a ser independiente y autosuficiente.  Llegaría ese día en el que ilusionada la vería vestir de blanco y entregarla a un joven enamorado ante el altar. Luego vendrían los nietos, tan guapos como la madre. 

Su vida y su relación con su hija pasaron como un relámpago por su mente.

Volvió a acariciarla y besar su frente, mientras la pequeña aferraba con fuerza su dedo. Regresó a la realidad y supo, que aunque la amaría con todo su corazón y la protegería siempre, por el resto de su vida, eso que había soñado nunca ocurriría, su hija tenía Síndrome de Down.

By C. R. Worth

Friday, March 18, 2016

El despertar




El despertar

Cada mañana su madre tenía que arrearla para ir al colegio, no es que fuera muy dormilona o no le gustaba ir a la escuela, es que se quedaba hasta tarde leyendo. Había descubierto a Alejandro Dumas y estaba fascinada por sus libros; ahora los prefería a las aventuras de Los Cinco.
Había tenido una pelotera la noche anterior tras venir de la zapatería con su mamá, pues ella se empeñaba en comprar unos zapatos con un poco de elevación, y su madre no le dejó adquirirlos. Todas sus amigas tenían zapatos así, con un poquito de tacón, pero su progenitora se empeñaba en compararle los «Gorilas» para el colegio con cordones. Por esa razón no se lo iba a poner fácil a su madre y se hacía la remolona, amén de estar somnolienta por la lectura tardía.
Se tomó el colacao y el donut, y junto a su hermano mayor se fue para el colegio. ¡Estaba tan feliz de que su madre no los acompañara ya!, no soportaba que la llevara y la trajera como si fuera una cría pequeña. 

No era mala estudiante pero tenía problemas con los maestros porque le decían que era una cotorra y no paraba de hablar en clase; en especial cuando se cruzaba con aquel niño guapo de ojos verdes y tenía que contárselo todo a sus amigas. En el recreo cada vez jugaba menos a la comba o al elástico, y prefería charlar con las compañeras, aunque le seguía encantando jugar «al cielo voy».
Tras el colegio, cuando llegaba a casa se tomaba su merienda con Nocilla, hacía los deberes, y luego se ponía a jugar.

Una tarde cuando se puso a jugar con sus muñecas a las casitas, de pronto le vino una sensación extraña, ya no era divertido jugar así, el regocijo que le causaba imaginar un mundo de fantasía y hundirse en él como si fuera la realidad, había desaparecido. Se dijo a sí misma «esto no es divertido» y por más que intentó volver a esa sensación, a ese estado mental de fantasía en el que estuvo un instante antes, no pudo. Como una epifanía le llegó a la mente que había dejado de ser una niña. Despertó en la adolescencia; no era que su cuerpo ya estaba cambiando o sus gustos estuvieran evolucionando, fue un momento puntual en el que conscientemente su mente cambió radicalmente.
Se levantó del suelo, guardó sus juguetes, y nunca más volvió a jugar con ellos.

© C. R. Worth