Pararrayos Franklin
Era dejado, descuidado, olvidadizo, y
no precisamente la persona que mantiene las cosas limpias y ordenadas. Cualquier
día de estos a las pelusas de debajo de la cama le saldrían patas como si
fueran mini conejitos, en las estanterías podrían crecer garbanzos en la capa
de polvo, y el salón de su casa seguramente necesitaría de una excavadora para
limpiarlo.
La cocina no era distinta, la grasa
se podía medir con una regla y para encontrar algo en el frigorífico era como
iniciar una expedición al Aconcagua previa carrera de obstáculos. Por esa razón
con frecuencia los alimentos olvidados al fondo solían pudrirse.
Vivía en un edificio muy antiguo de Nueva York, de más de veinte plantas;
en concreto en lo que se consideraría un Penthouse,
es decir, el piso en lo más alto de un edificio.
Era un coqueto apartamento heredado de sus abuelos y que tenía una impresionante vista de «la ciudad que nunca duerme».
Era un coqueto apartamento heredado de sus abuelos y que tenía una impresionante vista de «la ciudad que nunca duerme».
Como todos esos edificios de gran altura poseía un pararrayos, pero este
databa casi de la época de la construcción del inmueble, probablemente era de
los años treinta, y como todos esos «pararrayos Franklin», tenía un
componente radioactivo, ya que estos contenían una carga sustancial de
Americio-241. Este elemento posee la facilidad de atraer cargas eléctricas y
por eso era usado en la fabricación de pararrayos, pero con el lado negativo de
no tener isótopos estables y una vida media de unos cuatrocientos setenta
y tres años. Para colmo, emiten una cantidad muy alta de rayos gamma.
Steve no se preocupaba del pararrayos de su edificio que estaba tan cerca
a su apartamento, y seguro que no tenía ni idea de los peligros que pudiera
implicar. Es más, le importaba un bledo la ciencia y cualquier cosa que pudiera
alterar su vida diaria.
Seguramente ocurrió cuando una terrible tormenta impactó la ciudad en medio de la noche. La lluvia golpeaba
virulentamente contra los cristales en oleadas de impacto, y poco a poco se
podía oír la tempestad dramáticamente acercarse a la residencia. Los
resplandores de los rayos se hacían más intensos y los intervalos de los
truenos se acortaban. Hubo un momento en que el núcleo de la tormenta estaba
encima del edificio; el destello fue intensísimo acompañado al mismo tiempo por
un estruendo que casi quebró los cristales.
Steve no se percató, pero un rayo impactó el edificio siendo absorbido por el pararrayos.
Notó que se había ido la luz cuando bien entrada la
mañana se dio cuenta que el despertador parpadeaba sin la hora fijada.
Maldiciendo la tormenta se levantó como una centella y casi a medio
vestir se fue hacia su trabajo.
No volvió a casa hasta bien entrada la noche. Fue un día largo, ya que la
compañía de seguros en la que trabajaba estaba desbordada por las reclamaciones
de los daños de la tormenta de la noche anterior.
En su ausencia algo ocurrió, la sobrecarga eléctrica en el pararrayos había liberado una emanación intensa de rayos gamma que se
concentraron directamente en el apartamento de Steve, dando lugar a la
mutación.
Llegó a casa cansado, hambriento
y sin ganas de hacer nada, solo de sentarse enfrente de la tele con una
cerveza y algo para comer. Las sobras de pizza de la noche anterior eran más
que apetecibles.
Abrió el frigorífico, la bombilla se había fundido, pero una luz palpitante
verde iluminaba el fondo del refrigerador con pálidos destellos.
̶̶ ¡Qué demonios es eso!
Se dijo a sí mismo.
Comenzó remover botellas, contenedores, y tarros hasta que llegó al tupperware que
emitía esa luz. Lo abrió y una putrefacta emisión a moho y podrido invadió su
nariz, pero aquella masa verdosa, blanquecina y floreada tenía pulso, respiraba.
De repente saltó del contenedor cubriéndole toda la
cara, sus gritos de dolor pronto desaparecieron cuando terminó de devorarle el rostro.
© C.R. Worth