Los invasores
Tenía un coqueto apartamento cerca
del mar, no a primera línea de playa pero si a unos quince minutos en coche, lo
que le permitía dar largas caminatas en la orilla cada vez que quería
despejarse la cabeza. No era persona de playa que necesitara recargarse al sol
como un lagarto, ni de aquellas que le gustaba tostarse como un churrasco;
simplemente le gustaba ir temprano cuando no había nadie, sentarse a la orilla del
mar, sentir la brisa fresca y ordenar sus pensamientos.
Solía cartearse con uno de sus primos
con el que había estado muy unida en su infancia, ya que eran prácticamente
vecinos y habían crecido juntos, pero que en la actualidad vivía muy lejos, en
el interior del país. Se veían muy poco, y ella siempre le decía que cuando
pasaran por su ciudad que no olvidara hacerle una visita.
Una tarde de abril recibió una
llamada de su primo Carlos, en que le decía estaban en la ciudad, y no podían
encontrar hotel, y que si podían quedarse en su casa. Sin dudarlo ella le dijo
que sí, pues hacía un siglo que no veía a su queridísimo pariente.
Tenía una habitación de invitados, un futón en el estudio y claro, el sofá del
salón. Luego no había problema en acomodarlos.
Cuando aparecieron por la puerta no
solo estaba el matrimonio con los dos niños, sino encima con tres caniches,
aduciendo Carlos que no los podía dejar solos en casa para las vacaciones y que
no encontraban un hotel que le permitiera los perros.
̶ No te importa, ¿verdad?
Le cogió por sorpresa y por educación
les dijo, que no, claro…
Ella pensó que solo era por un corto
espacio de tiempo, y que por el gran cariño que le tenía a su primo, no le
importaba incomodarse por unos días. Pero no fueron un par de días como ella
pensaba, sino que parecía que estaban allí «tan a gusto» a piñón fijo.
Primero fue la sensación de sentirse
sin privacidad, el matrimonio tomó el cuarto de invitados, y los dos
niños, como se llevaban a matar no dormían juntos en el futón, sino uno en el
estudio y el otro en el sofá del salón, luego quitando su dormitorio toda la
casa estaba invadida por ellos. El colmo fue cuando estaba duchándose y se le
metió la mujer del primo en el baño para hacer sus necesidades ¡porque el otro
estaba ocupado! –«no te importa ¿verdad?»– le dijo; y mientras ella, aguantado las arqueadas en la
ducha, tuvo que soportar la flatulencia trompetera interminable a modo de
pedorreta, acompañada del aroma que no era precisamente a rosas.
Después eran los dichosos perros,
Piki, Miki y Fifi que se cagaban y meaban por todas partes; Miki, el macho,
levantando la patita en sus muebles, y Piki y Fifi, las hembras, en la moqueta.
Carlos se empeñaba a decir que con el «spray» mata-olores no había problema, que no se quedaba impregnado en la moqueta, pero
su casa cada vez olía mas como un urinario público; amén de las cacas blandas que ¡se quedaban impregnadas en la
moqueta por más que las limpiaran!
Niños peleándose todo el día, perros
ladrando, y para colmo, la pérdida del control remoto de la tele con el «estamos siguiendo esta serie y no queremos perdernos un
capitulo, ¿No te importa, verdad?»; más ¡el futbol, el programa de cotilleo
que le gustaba a ella, y el maldito Bob Esponja! Porque Catalina, como vivía
sola, solo tenía un televisor.
Le vaciaron la despensa, se comían
las sobras que ella guardaba para el almuerzo del día siguiente; sus yogures de
su dieta que los compraba específicamente para ella, ya no estaban cuando iba a
comerse uno, ni la fruta. Compraba ingredientes con la idea de preparar algo, y
cuando llegaba a casa lo habían usado para cocinarse algo ellos, y no le
dejaban ni un grano arroz par ella. Y como eso, un millón de cosas, como tener
que soportar a los dos fumando en la casa como carreteros y que todo oliera a
tabaco, sin ella fumar.
Estaba de sus parientes hasta el moño. Iban a estar por dos o tres días, pero se quedaron por un
mes, ya que como había estado lloviendo sin parar, decían
que no habían podido disfrutar de la playa; y como él tenía su propio negocio (que en su
ausencia estaba regentado por sus empleados), no tenían prisa en irse hasta que
tuvieran las condiciones del tiempo que querían… ¡Y estaban tan a gusto con su
prima!
Cuando por fin se largaron, tuvo que
cambiar los muebles, la moqueta, obtuvo un nuevo número de teléfono, de correo
electrónico, borró sus cuentas de Twitter y Facebook, y
les dijo que había ingresado en un monasterio budista
en el Himalaya, para evitar otra visita de parientes gorrones.
© C. R. Worth
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