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Thursday, April 21, 2016

Habitación 465





Habitación 465
(Para Christopher)


Un frío mensaje de texto mandado por tu hermano me notificó que estabas en cirugía en el hospital tras un accidente de tráfico; de inmediato lo dejé todo para ir allí.
Mientras conducía angustiada no podía dejar de pensar en lo peor que pudiera ocurrir, con tan solo veintidós años podías dejarme para siempre, sin experimentar lo mucho que se ama a un hijo y comprender mi amor sin límites por ti. Te recordaba de bebé, cómo te miraba embelesada mientras te amamantaba y tu diminuta manita se aferraba a mi sujetador; tus pupilas azules eran dagas de amor que atravesaban mis clisos buche tras buche. Me venían los recuerdos de cómo te quedabas dormido tumbado sobre mi pecho con la nana que te cantaba los latidos de mi corazón. Te veía haciendo travesuras y cómo tras ellas tus pilluelos ojos sonreían. Me vino la congoja de ese otro momento de pánico cuando a los tres años pusiste lejía en tu boca y el coche se convirtió en un bólido para llevarte al hospital.
No podía aferrarme a una vida de recuerdos, no eran suficientes, te necesitaba egoístamente, quería verte terminar la carrera, ser exitoso en tu profesión de psicólogo, que te casaras, que formaras una familia y fueras feliz. ¡Dios, quítame la vida a mí, y dásela a él!
Fueron horas de angustia y espera. De vez en cuando el teléfono sonaba para decir que todo iba bien.  Llegó el neurocirujano y con tecnicismos nos explicó la intervención, y lo peor, nos presentó un cuadro en el cual podías quedar como un vegetal. No daba crédito.

El mundo se me derrumbó cuando en la Unidad de Cuidados Intensivos, habitación 465, te vi con el rostro desfigurado y amoratado, tenías la cabeza vendada, y respirabas a través de una máquina. El niño que todo el mundo calificaba «de anuncio» vino otra vez a mi mente; ese chiquillo lleno de vida, ahora roto, con la cabeza fracturada y trauma cerebral severo, frágil, indefenso, luchaba por vivir. No importa como quedes, te amamos y te cuidaremos. Hay tanto amor alrededor tuya y fe, que algo en mi interior me hacía sentir positiva. Eres mi hijo, llevas mi sangre en las venas, y eso te hace un luchador nato… Saldrás de esta.

Quizá porque tienes personas, amigos y familiares repartidos por varios países y continentes y la fe mueve montañas, haremos entre todos con nuestras oraciones que te recuperes pronto, literalmente miles de personas rezan por ti, personas de todos los credos y razas. Media docena de pastores y sacerdotes han venido a visitarte, y un constante aluvión de amigos. Tienes muchos y muy buenos.  
Cruces de historias milagrosas, aguas del Jordán, titulares de tu Hermandad y el Señor de Sevilla y su madre que vivía en San Gil te protegen.

Con la intervención divina y los mejores doctores a tu disposición mejoras milagrosamente cada día, los médicos están sorprendidos de tu recuperación tan rápida. Los tubos van desapareciendo. Pequeños avances diarios…

Ya estás consciente, te mueves, andas por la Unidad de Cuidados Intensivos con tu casco protector. Los médicos están muy animados ante tus progresos. Pronto la habitación 465 solo será una pesadilla en el recuerdo.


© C. R. Worth

Wednesday, April 13, 2016

Diez




Diez

Inmaculada soñaba cada noche con su hombre ideal, no tenía rostro, y tampoco le importaba que fuera rubio, moreno o pelirrojo, alto, bajo, gordo o flaco. Había tenido tantos sinsabores con sus anteriores parejas que solo quería que fuera un hombre trabajador, buen marido y mejor padre. Que no bebiera, podía soportar que fumara, pero que no se drogara; y sobre todo que no tuviera la mano larga. Ella pensaba que estaba maldita y solo atraía abusadores; ya había visitado el hospital demasiadas veces con el rostro morado y los huesos rotos, así que soñaba con un hombre normal, pero bueno.

Para Norma su sueño era pegar un «gayumbazo», así lo llamaba ella; si los hombres hacen el negocio del año casándose con una rica heredera pegando un braguetazo, el símil debía de ser un «gayumbazo». Tampoco le importaba su aspecto y menos su edad; para ella Ana Nicole Smith era su ídolo, y le encantaría encontrar un vejete forrado de dinero, que la palmara pronto y así dedicarse a «la buena vida».

Elena era una profesional que se dejaba la piel en el trabajo, así que su hombre ideal tenía que estar en su mismo estatus, ni se le ocurriría estar con un tipo espléndido en todo los sentidos pero que no tuviera donde caerse muerto; tenía que ganar lo mismo que ella como mínimo, o más. Ella se cuidaba, iba al gimnasio y no esperaba que su hombre soñado estuviera fofo, sino con la tableta de chocolate bien definida. Le gustaban los morenazos de ojos verdes, y si no tenía una carrera universitaria, lo descartaba. ¡Qué iban a pensar sus amigas! Tenía que ser perfecto en todos los sentidos.

Leticia estaba estudiando la carrera, y decía que no quería complicarse la vida, que ya tendría tiempo cuando terminara y consiguiera un trabajo. Eso era lo que le decía a sus amigas, pero en verdad bebía los vientos por su profesor de Lengua, que no era mucho mayor que ella. Le enamoraba la labia que tenía, ese don de palabra, ¡y era tan simpático! Sus alumnos se partían de risa con sus ocurrencias; y con el batir de ojos de las chicas y sus suspiros, podía causar un huracán cuando pasaba a su alrededor. Era alto, rubio, con unos increíbles ojos azules y con un corte de pelo tan «chic» que podía pasar por un modelo porque además tenía buena percha.

A sus quince años Daniela en lo único que pensaba era en el amor, soñaba con el primer beso, que la abrazaran y le dijeran lo mucho que la querían. Su príncipe azul tenía que ser como en las películas, romántico, considerado; y su cita ideal sería una cena delante de una chimenea con dulce crepitar, champagne, y un señor con esmoquin tocando el violín. Pero sobre todo guapísimo, como esas estrellas de cine que ella estaba tan enamorada, o su cantante favorito con el que soñaba todas las noches.

Myriam tenía seis años y decía que cuando fuera mayor se quería casar con su papá, que era lo mejor del mundo entero.

Inmaculada conoció a Ramón, que vino por derecho, pero lo descartó en cuanto vio que de una sentada se tomó seis cervezas. Norma conoció a un chico majísimo pero no vestía como alguien que tuviera una cuenta en Suiza o Panamá, así que siguió buscando su vejete millonario. A Elena le presentaron a Tomás, era perfecto en todo los sentidos, pero cuando se enteró de que era fontanero dejó de contestar sus llamadas. Leticia no le hacía ni caso al compañero de clase que estaba claramente enamorado de ella, y sobre todo no podía soportar lo gordito que estaba, seguía soñando con su profe.

Myriam creció y en su adolescencia pensaba que su padre era lo más estúpido que había en la faz de la tierra; Daniela a sus cuarenta seguía enamorada de su estrella cinematográfica que nunca conoció, y jamás tuvo con nadie esa cita a la luz de las velas. A Leticia se le cayeron los palos del sombrajo cuando se enteró años después que su adorado profesor había salido del armario, y que aquel compañero gordito que fue premio extraordinario de la carrera y que era su sombra, ahora iba hecho un pincel, había adelgazado, tenía un cuerpazo y nunca había notado lo guapo que era hasta que lo vio del brazo de su mujer.
Tom
ás creó un imperio, y su empresa de fontanería tenía sucursales en todas las ciudades de su país; así que el chico sin estudios acabó siendo un magnate y Elena murió solterona buscando alguien a su altura. Norma nunca supo que aquel muchacho desgarbado era el heredero de una estirpe de multimillonarios; e Inmaculada perdió la oportunidad con Ramón, que era el mejor hombre que ninguna mujer pudiera soñar, aunque bebiera mucha cerveza.

El hombre diez solo existe en la mente, y las mejores oportunidades quizá pasen desapercibidas, camufladas en un dos.


© C. R. Worth

Thursday, March 31, 2016

Las ánimas benditas




Las ánimas benditas

Era temporada de vendimia, y prácticamente todos los habitantes del pueblo se dedicaba a esta faena agraria, en especial los más jóvenes.  Clotilde con su prima y amigas se habían apuntado con el patrón para trabajar en el campo y así sacarse unas pesetas extras. Querían ir a la capital y comprarse un vestido como el que le habían visto lucir en el NoDo a Sara Montiel, así que estaban ahorrando y con este trabajo extra, aparte de lavar y planchar ropa, alcanzarían su meta económica para el viaje y el vestido.

Clotilde vivía con sus abuelos, y como ya estaban un poco chochos, no se fiaba de ellos para que las despertaran a tiempo. Su prima Juana y sus amigas Petra y Nicolasa se quedaron en casa para ir todas juntas al trabajo a la mañana siguiente, pues la vendimia empezaba al alba.
Las cuatro se quedaron a dormir, juntas, en un camastro de una habitación que solía estar vacía y en la que acostumbraba dormir su tío Salustiano cuando venía de viaje. Era una cama amplia de metal de bronce con colchón de miraguano, almohadas de lana y sábanas de blanco lino, con colcha de crochet.
Como no tenían despertador y no se fiaban de los abuelos, una de las jóvenes propuso que les rezaran a las ánimas benditas del Purgatorio para despertarlas, ya que su abuela siempre lo hacía y decía que eran fieles y nunca fallaban. Las cuatro adolescentes se arrodillaron en sus camisones de dormir, y entre risitas le pidieron a las almas en pena que las despertaran para no llegar tarde al trabajo. Las cinco de la madrugada fue la hora escogida, para tener tiempo de asearse, desayunar, y andar hasta la viña de Don Anselmo.

A la hora elegida sintieron una brisa gélida en sus caras que hizo que un par de ellas se despertase, pero la ventana y la puerta estaban cerradas. Tras la fría experiencia escucharon gritos de horror, llanto, y quejas como si alguien estuviese torturado, quemado o ante un dolor inhumano; eso hizo que las cuatro se despertaran y espabilaran totalmente. Súbitamente, la cama empezó a sacudirse, parecía como si hubiese un terremoto dentro de la habitación, pero era el único mueble que se movía virulentamente. Las jóvenes que ya gritaban a la par, en medio de la oscuridad, empezaron a sentir como unas manos invisibles jalaban de la colcha para destaparlas. Clotilde se armó de valor y agarró el cobertor que ya estaba a sus pies, las cuatro se taparon y metieron bajo las cobijas agarrándolas fuertemente.
Las jóvenes entre llantos y gritos pedían a las ánimas que se marcharan, estaban paralizadas ante tan horrible experiencia. Ninguna se quiso levantar hasta que la luz del día inundó la habitación y pudieron comprobar que no había nadie, ni nada allí. 

Llegaron tarde al trabajo, y casi lo perdieron por la falta de responsabilidad de estar a tiempo el primer día, pero sobre todo, aprendieron una valiosa lección. El sentido de encomendarse a las ánimas es para velar por tu alma si falleces durante la noche, y seguramente esta trivialización de su noble fin usándolas como un vulgar despertador, quizá las enfadaran. Nunca más volvieron a rezarles para ese propósito, solo para pedirles perdón.


© C. R. Worth

Wednesday, March 30, 2016

La sangre hirviendo





La sangre hirviendo

Su ordenador se había quedado sin alimentación, ya que el transformador que usaba para cargarse de la red eléctrica había dejado de funcionar. Como ambos tenían la misma marca de ordenadores, el cargador era el mismo y servían para ambas computadoras. Él le dijo, «no te preocupes, no gastes dinero ahora en comprar otro, los dos podemos usar el mío».
Así había pasado un mes más o menos, pero ella veía como algunas veces él estaba irritable porque ella estaba abasteciendo eléctricamente su ordenador, a lo que ella dejaba de cargarlo para que él enchufara el suyo.
Habían tenido una tarde maravillosa, un picnic para aprovechar el comienzo de la primavera en uno de esos días calurosos que casi avecinan el verano. Ella llevó su portátil para poder escuchar música mientras disfrutaban del vino, el queso y la fruta sentados sobre el cuadriculado mantel. 
Cuando llegaron a casa, ella sabía que su ordenador estaba a punto de «morir», así que lo primero que hizo fue enchufarlo para recargarlo. Era tarde, y estaban cansados, él se puso a mirar su programa favorito en la televisión (en el que ella tenía cero interés), así que se puso en su ordenador a mirar su correo, las notificaciones de Facebook etc, mientras escuchaba música. De pronto su pareja empezó a hablarle, por lo que ella se quitó los auriculares para oír lo que le decía.
En un tono bastante desagradable él empezó a preguntarle repetitivamente «donde venden cargadores»; sorprendida ella le dijo que si necesitaba cargar su ordenador el suyo ya tenía la batería casi llena y él podía usarlo ahora, pero lo único que hacía era repetir la pregunta y decir que le iba a comprar uno. 
Allí fue el primer momento en el que le empezó a hervir la sangre, ya que hay muchas maneras de decir las cosas. En otro tono le podría haber dicho: «creo que vamos a necesitar dos cargadores, a primero de mes voy a comprar otro, ¿sabes tú donde los venden?», en vez de estar con cara de acelga y, seca y cortantemente, preguntar insistiendo: «¿donde venden cargadores?, ¿donde venden cargadores?».  Desenchufó el ordenador y se acostó cabreada, ya que habían discutido. Él no quería admitir que esas no eran maneras, y que si estaba irritado por cualquier cosa, no tenía que haber descargado su enfado en ella.

A la mañana siguiente se despertó «calentita», no se le había pasado el malestar con él, porque estas cosas son acumulativas, en especial cuando él es una persona que jamás admite que estuviera equivocado, actuara mal, o pidiera disculpas. Decidió quitarse de en medio, no quería estar en su presencia, ni verle la cara;  y se fue a hacer unas compras que tenía pendientes, además de averiguar precios de cargadores. Estaba dispuesta a comprarlo ella misma y no esperar, no quería darle gusto al otro de adquirirle el dichoso cargador y encima tener que estar agradecida.
Averiguó los precios, pero le parecieron un poco caros, así que fue para casa para ver si los podía encontrar online más barato.
Como se había llevado el ordenador con ella para ver si la clavija entraba en el orificio de alimentación, tenía que ponerlo otra vez a cargar. Él entró en la habitación y vio que estaba usando «su» cargador, por lo que pareció que le volvió a molestar.
Dos veces seguidas lo vio con cara de pocos amigos por ella recargar el ordenador. Fue el colmo,  ya que encima, su pareja en plan «hacerse el bueno y el mártir«, va y le dice «tú te puedes quedar con ese cargador, la niña y yo podemos usar el de ella, que es también el mismo».
No lo podía creer, y ¡ahora sí que le hervía la sangre! Salió de la casa sin decir palabra y fue a comprar el dichoso aparato aunque le costara un ojo de la cara. No podía dejar de pensar en los acontecimientos encadenados de la noche anterior y el de hoy; sabía que él había notado lo molesta que ella estaba y seguro que sabía que su actitud no fue correcta, pero jamás lo admitiría…
Y todo había empezado por un maldito cargador, cuando si su ordenador necesitaba recargarse, era porque ELLA lo había llevado para tener con él una tarde romántica con música de fondo. Y encima ¡con lo que le gustaba a él musicalmente, no a ella!

Estaba tan envuelta en estos pensamientos, hirviéndole la sangre, que solo visualizaba como un disco rayado en su mente, las escenas seguidas de las discusiones, y su cara de pocos amigos. No vio el stop de la carretera, y un camión arrolló su coche dejándolo como un papel arrugado.

Finalmente, ante su ataúd, él le pidió disculpas.


© C. R. Worth